Hay libros que se empeñan en que no los olvides. Crees que no están mal, o incluso que son muy muy buenos, puede que obras maestras pero, con un puntito de cinismo, te dices en voz baja que la memoria es como un disco duro que hay que limpiar de vez en cuando. Has de hacer sitio para todo lo nuevo que llega y eso tiene un precio: olvidar lo antiguo. Pero a veces, aún a pesar de uno mismo, hay libros que mantienen prácticamente intacto su impacto inicial. Recuerdas detalles, las impresiones que te trasmitían aquellas páginas, su textura y densidad. Lo recuerdas casi todo. O todo.
Este sentimiento me ha llegado en pocas ocasiones. Una de las más fuertes tuvo que ver con A sangre fría, de Truman Capote, libro del cual recuerdo la edición (horrorosa), que estaba incluido en una de aquellas colecciones de best sellers que antes de la llegada de las miniaturas en porcelana aún se veían en los quioscos. Leí este libro con catorce años, un verano, y recuerdo que me dejó impresionado. Hasta entonces, no me consideraba a mí mismo como un lector serio. Leía, sí, y mucho, pero los libros no me dejaban ninguna huella más allá del placer que me producía el hecho de adentrarme en ellos. Pasara lo que pasara en sus páginas, retornabas siendo el mismo de siempre. Con A sangre fría pasé a otro nivel, a una visión de lo que me rodeaba completamente distinta. Leía por que quería entenderlo todo, por que no llegaba a entender nada, por que lo que allí me encontré fue una vida que no se parecía en nada a la mía pero que me mostraba con crudeza todos sus detalles. Quizá me gustó ese libro por que me perdí en él, y de alguna forma, al volver, ya no era el mismo que antes de empezar a leerlo. La impresión que dejó en mi fue indeleble, y su sombra sigue intacta.
Supongo que todos los lectores tienen un libro así, una especie de brecha en nuestra relación con la lectura. En muchos casos sucede en la adolescencia y ese libro se convierte en una especie de asidero para tiempos difíciles, en depósito de respuestas o de una actitud que no sabíamos encontrar. Para mí, A sangre fría no fue eso, sino una ventana inesperada a lo que me rodeaba, y ante cuyo borde sentía el aliento de mi propio vértigo. En los años siguientes no tuve esa sensación más que en unas pocas ocasiones. Recuerdo en especial Esplendor de Portugal, de Antonio Lobo Antunes (Siruela), por que, de nuevo, sentí que avanzaba a un territorio nuevo, laberíntico, real.
No creo que siempre busquemos este tipo de sensaciones en la lectura. Bueno, la verdad es que no se muy bien qué buscamos o por qué al leer. Es una experiencia tan subjetiva que me cuesta imaginar lo que los demás pretenden al hacerlo. Yo mismo no tengo ni idea al respecto. Pero, aún sin saber qué nos lleva a los libros, a veces encontramos tesoros que nos abruman, que nos asustan, que nos reflejan o que nos lanzan hacia los demás. En ese vértigo se encuentran muchas de nuestras expectativas.
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