
La historia sigue derroteros que la emparentan con El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, pero un poco a la inversa. Si en Conrad lo salvaje es un reflejo de las fuerzas más oscuras que nos habitan, aquí tenemos buenas intenciones, un deslumbramiento que hace que Drake se plantee cuál es su verdadera naturaleza. En esta novela también hay reflejos de La odisea, ya que el viaje del protagonista parece basado en el contraste y lo que surge de él. Además, tenemos la sensación de que los protagonistas son meros peones en un juego que no conocen, donde los dioses (aquí la política) se mueven (y los mueven) a su capricho. Por último, algunas imágenes muy bellas de la novela me recuerdan la película El piano, de Sally Potter.
Y aunque hay buenas ideas también hay una prosa que se alarga demasiado, que se entretiene en detalles nimios creando más impaciencia que deleite. Hay un mal dibujo de los personajes. El protagonista es un poco pánfilo de más, quizá lo que el autor supone quintaesencia británica, con una especie de represión emocional constante, de envaramiento que casi no avanza y que, cuando por fin lo hace, ya casi no nos importa. En cuanto a su antagonista, Anthony Carroll, éste debería ser más ambigüo, y su supuesta grandeza debería contener las inevitables sombras de un personaje con aires de mito, pero estas sombras no llegan a aparecer del todo, y se queda desdibujado. Los conflictos llegan tarde y mal, y acaban por amargar los buenos momentos e ideas que tiene la novela: el papel que juega la música en la historia, la fascinación por otras culturas y sus consecuencias, el viaje externo como reflejo del interno.
Al final, queda una sensación de logro a medias. Quizá esto se debe a que es la primera novela de su autor, y por ello es muy ambiciosa. Pero sucede también que notas al leerla que tiene elementos colocados por que el autor lo quiere y no por que, simplemente, tengan que estar ahí. Así, cuando se le notan las costuras a una historia, es que algo no acaba de funcionar.