Hay un encanto especial en los libros cortos. Son, en el mejor de los casos, tragos intensos cuyo sabor se recuerda tiempo después y, en el peor, una pequeña pérdida de tiempo. Además, dada la escasez generalizada de tiempo y/o paciencia lectora, un libro corto puede parecer más apetecible que uno largo. Ya se que comparar distancias lectoras no es un ejercicio gratificante y que un lector se mueve en función de muchas variables, no solo el número de páginas o el peso de la edición en tapa dura. Hace unos días, un familiar me contaba que había comenzado a leer Un mundo sin fin, de Ken Follet, novelón de más de mil páginas, y que lo había dejado allá por las seiscientas páginas. La razón: ya sabía lo que iba a pasar en las otras cuatrocientas. Había llegado tan lejos con la ilusión de que la historia lo sorprendiera pero eso no ocurrió. Yo he de confesar que no habría llegado tan lejos.
Aquí van dos libros cortos y (en mi opinión) buenos.
El primero, Un pedigrí, de Patrick Mondiano (Anagrama), es la historia de la vida del autor hasta la publicación de su primer libro, la formación catastrófica y triste de un joven escritor. El libro es un catálogo de seres rotos, desde los padres del autor, una actriz belga y un judío francés que se dedica a estafas varias en el París de la segunda guerra mundial, hasta el extraño mundillo que los rodea. Modiano retrata estos años con dolor, con una ausencia de nostalgia pero buscando comprendrer a sus padres y a sus decisiones, con un lenguaje preciso y precioso. Se define a sí mismo como "un perro que hace como que tiene pedigrí", un hombre que se va haciendo a base de sombras y de huidas y que alcanza una madurez dolorosa atravesando un mundo lleno de gente rota al llegar a las últimas páginas.
El segundo es Amarillo, de Felix Romeo (Plot). Libro este sobre una desaparición, la de Chusé Izuel, amigo del autor que se suicidó en 1992, siendo un joven escritor que no pudo superar la dureza del mundo. Romeo traza en este libro una especie de elegía y de pregunta continua sobre el suicidio. Busca, en los textos del propio Izuel, pistas, huellas, miguitas de pan que le conduzcan a la razón de que su amigo saltara por un balcón. Este acto es como un desgarro en la realidad y su presencia parece pesar sobre los que sobreviven. Como una especie de puzzle donde al final no se busca sentido a lo que no lo tienen sino algo posible, como levantar acta de las razones para hacer algo así (dolor de vivir, desamor, aspereza de los días), llegamos al final sin saber demasiado. Este libro no es una investigación policial, ni un mapa de la vida de Izuel, ni muchas otras cosas. Este libro deja un poso de inquietud, de sinrazón, de oscuridad extrañamente luminosa.
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