miércoles, 3 de septiembre de 2008

Fiebre de las alturas


Se acaba el verano como siempre, en medio de una luz magnífica y algo trágica. Respiramos un poco aliviados y un poco sin aliento, y nos atrapa de nuevo una cadena de actos que es como una correa de transmisión de nuestros pensamientos cotidianos.
Este veramo hemos estado Clara y yo en Nueva York. Uno de esos viajes que te advierten de que lo que te rodea no es todo lo que hay, en esta ciudad-laberinto te pierdes en más de un aspecto. Te pierdes en tus ideas sobre cómo son los demás, sobre cuantas ciudades caben en una ciudad, sobre los múltiples rostros de la gente que llena las calles, los restaurantes, los parques. La primera vez que estuvimos en NY pensaba a menudo en Paul Auster y en su ciudad de cristal. Me parecía imposible conocer todo lo que me rodeaba, recorría las calles tratando de recordar los detalles, los momentos que se mezclaban. Ahora me he dejado llevar por un verano suave y seco, por el ruido constante de los coches, por la luz que llena los rincones, por los colores cambiantes. Sigo sin entender esa ciudad pero no importa, me siento ligado a ella de una manera extraña, algo mareado, como enfermo de una clase rara de fiebre de las alturas. Nada grave pero sí excéntrico, vuelvo a mi otra ciudad con una perspectiva rara.
Todo empieza de nuevo, todo nos recuerda la fragil naturaleza del verano, pero al mismo tiempo siento que lo que me rodea no es exactamente lo mismo de antes. Probablemente soy yo y los restos de mi sindrome viajero.