domingo, 23 de diciembre de 2007

Ciencia en televisión


No se si tendrá que ver con el hecho de que este año 2007 ha sido el año de la Ciencia o no, pero lo cierto es que desde hace mucho tiempo no veía en televisión que se abordara lo científico más allá de noticias puntuales en los telediarios. Las iniciativas han sido variadas, y así tuvimos brevemente a Brainiac en Cuatro, tenemos Clever en Tele5 y hoy comienza a emitirse Tres 14 en la 2, así que sumamos muchas iniciativas y diversidad de enfoques. Quizá el espacio más popular que puede verse donde se trata la ciencia es la sección de Flipy, "el científico loco", tal y como lo llama Pablo Motos, en El Hormiguero (Cuatro). Esta sección es una de las más importantes del programa y en ella, al grito de "No es magia, ¡es ciencia!", siempre intentan acercar algún experimento de forma más o menos divertida.
Claro que, al ver como se manejan Motos y Flipy siempre me surge la misma pregunta: ¿Cómo debe abordarse la ciencia en televisión? Esta claro que el medio televisivo no tiene nada que ver con el método científico sino más bien es todo lo contrario: se busca lo espectacular, la explosión, lo inesperado. De hecho, en El Hormiguero, Motos siempre recrimina a su compañero Flipy la falta de ritmo a la hora de visualizar sus experiencias. El ritmo no tiene nada que ver con la ciencia, pero sí mucho con que la gente no se aburra de ver manipulaciones más o menos estrafalarias y cambien de canal. No se que pensar de estos intentos. En este último caso, lo que más me gusta es, curiosamente, lo más anti-televisivo: el fracaso. Las experiencias fracasan muchas veces, el fiasco nos espera a cada esquina, y esto es algo de lo que tenemos que ser conscientes. Si comparamos con aquellos momentos en los que aquellos que aparecen son magos haciendo sus trucos, podemos comprobar que éstos nunca fallan: la magia es una ficción, y como tal se ensaya mil veces hasta resultar creible. Así, el fracaso en los experimentos de Flipy nos dice que lo que se hace, o bien se ha hecho mal o se ha errado en su misma concepción. Por causas de tiempo, repetir o explicar lo que no ha salido no es posible y la sensación que así se transmite es más la de una chapuzilla que la de que el experimento no se ha ejecutado correctamente. La falta de tiempo, el ritmo, hace también que las explicaciones de los diferentes fenómenos estudiados resulten también muchas veces completamente incomprensibles, y aunque se logre el efecto buscado y la gente se asombre ante lo que ve, su misma falta de explicación lo convierte todo en una especie de truco más y no en lo que se busca.
Además, a veces sucede que se cometen en un programa o una sección científica, una de barbaridades, imprecisiones o simplemente, burradas, que dan mucho que pensar sobre sus guionistas.
La verdad es que echo de menos programas como el prehistórico 3, 2, 1, ... Contacto, tal vez por que al menos lo que se proponía era llevar a la práctica pequeños experimentos y aprender algo de ellos. Ahora somos meros espectadores y lo que se nos muestra lleva necesariamente un envoltorio brillante y llamativo por que con la simple curiosidad no es suficiente.
En fin, creo que, aunque estos programas no sean todo lo que deberían ser, al menos están ahí y muestran que hay mucho ahí fuera que nos es propio y que resulta interesante. Suerte a todos.


domingo, 9 de diciembre de 2007

La brújula dorada


Es pronto aún para saber si la adaptación cinematográfica de Luces del Norte, primera novela de la Trilogía La materia oscura de Philip Pullman, va a ser o no un éxito suficiente como para que se rueden los dos capítulos restantes de la historia (La daga y El catalejo lacado). Lo que sí se ha sabido es que ya hay en marcha un boicot contra la película por parte de sectores católicos que la ponen poco más o menos como una guía para ateos infantiles y recomiendan no acercarse a cualquier sala en la que se proyecte la peli. Y aunque la obra de Pullman contiene una dura crítica a cierto tipo de pensamiento ultra-religioso, poco de eso queda en la película, donde los aspectos más espinosos, o bien se han suavizado o se han eliminado. Y es una pena por que Luces del Norte propone muchas ideas sobre ciencia y religión, y como relato fantástico, podría haberse abordado desde una perspectiva más adulta. Ni los libros ni la película son muy recomendables para niños, si acaso para adolescentes. Hay en ellos (sobre todo en los libros finales), una historia compleja, personajes ambiguos, decisiones difíciles, violencia explícita e implícita, y una visión de la fantasía marcadamente materialista, en el sentido de que todo tiene explicación pese a su carácter “maravilloso”. La película ha elegido un punto de vista más infantil sobre la historia y funciona acumulando acontecimientos a ritmo acelerado. Pasan muchas cosas, quizá demasiadas, y algo de sosiego hubiera sido deseable aún a costa de alargar un poco la peli. Ese constante pasar acontecimientos hace que muchos de los personajes y sus acciones no se entiendan (como es el caso de Serafina Pekalla), resultando su presencia meramente anecdótica. La película transcurre de forma entretenida pero algo confusa, con una espectacularidad que va creciendo hasta un doble final que deja un sabor de boca raro. El epílogo deja todas las cuestiones abiertas, a medio, y uno sale con la sensación de que le han escatimado algo. En la novela, esa progresión está mejor modulada y la historia se cierra de manera más satisfactoria.
Polémicas religiosas o antirreligiosas al margen, estoy un poco confuso sobre la película. Funciona como uno de esos regalos de envoltorio aparatoso que al final da menos de lo que uno espera. La ambientación, las partes técnicas del relato son excelentes, y hay muy buenos momentos en sus casi dos horas pero le falta algo de chicha, de músculo narrativo, y le sobre un poco de “esto pasa por que sí”, sin más explicaciones.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Vértigo


Hay libros que se empeñan en que no los olvides. Crees que no están mal, o incluso que son muy muy buenos, puede que obras maestras pero, con un puntito de cinismo, te dices en voz baja que la memoria es como un disco duro que hay que limpiar de vez en cuando. Has de hacer sitio para todo lo nuevo que llega y eso tiene un precio: olvidar lo antiguo. Pero a veces, aún a pesar de uno mismo, hay libros que mantienen prácticamente intacto su impacto inicial. Recuerdas detalles, las impresiones que te trasmitían aquellas páginas, su textura y densidad. Lo recuerdas casi todo. O todo.

Este sentimiento me ha llegado en pocas ocasiones. Una de las más fuertes tuvo que ver con A sangre fría, de Truman Capote, libro del cual recuerdo la edición (horrorosa), que estaba incluido en una de aquellas colecciones de best sellers que antes de la llegada de las miniaturas en porcelana aún se veían en los quioscos. Leí este libro con catorce años, un verano, y recuerdo que me dejó impresionado. Hasta entonces, no me consideraba a mí mismo como un lector serio. Leía, sí, y mucho, pero los libros no me dejaban ninguna huella más allá del placer que me producía el hecho de adentrarme en ellos. Pasara lo que pasara en sus páginas, retornabas siendo el mismo de siempre. Con A sangre fría pasé a otro nivel, a una visión de lo que me rodeaba completamente distinta. Leía por que quería entenderlo todo, por que no llegaba a entender nada, por que lo que allí me encontré fue una vida que no se parecía en nada a la mía pero que me mostraba con crudeza todos sus detalles. Quizá me gustó ese libro por que me perdí en él, y de alguna forma, al volver, ya no era el mismo que antes de empezar a leerlo. La impresión que dejó en mi fue indeleble, y su sombra sigue intacta.

Supongo que todos los lectores tienen un libro así, una especie de brecha en nuestra relación con la lectura. En muchos casos sucede en la adolescencia y ese libro se convierte en una especie de asidero para tiempos difíciles, en depósito de respuestas o de una actitud que no sabíamos encontrar. Para mí, A sangre fría no fue eso, sino una ventana inesperada a lo que me rodeaba, y ante cuyo borde sentía el aliento de mi propio vértigo. En los años siguientes no tuve esa sensación más que en unas pocas ocasiones. Recuerdo en especial Esplendor de Portugal, de Antonio Lobo Antunes (Siruela), por que, de nuevo, sentí que avanzaba a un territorio nuevo, laberíntico, real.

No creo que siempre busquemos este tipo de sensaciones en la lectura. Bueno, la verdad es que no se muy bien qué buscamos o por qué al leer. Es una experiencia tan subjetiva que me cuesta imaginar lo que los demás pretenden al hacerlo. Yo mismo no tengo ni idea al respecto. Pero, aún sin saber qué nos lleva a los libros, a veces encontramos tesoros que nos abruman, que nos asustan, que nos reflejan o que nos lanzan hacia los demás. En ese vértigo se encuentran muchas de nuestras expectativas.